Me desperté con una sonrisa, con sensación de alivio. Había soñado
que estaba en algún bosque, caminaba muy despacio observando cada detalle del
lugar, recreándome en cada pequeña flor, disfrutando del paseo. Magui y Sendra
me acompañaban, parecía como si ellas lo conocieran a la perfección. Me paré y
me quedé mirando un árbol; en sus ramas había dos pequeños pajarillos de
colores muy intensos. Saltaban de una rama a otra en una especie de cortejo. El
día era cálido. Sendra y Magui continuaron caminando, mientras yo observaba el
hermoso cortejo.
Oí la voz cantarina de Magui llamarme, me dirigí hacia donde había
escuchado la voz, subí un pequeño montículo para reunirme con ellas. Cuando
alcancé la cima, me quedé sin aliento. Ellas me esperaban con una enorme
sonrisa; el paisaje era hermoso. Estaban en un claro cubierto de flores de un
malva brillante. La vegetación llegaba hasta un enorme lago de aguas
cristalinas; en ellas se reflejaban unas majestuosas montañas que tenían las
cumbres nevadas; parecía como si estas se estuvieran viendo en un espejo. El
cielo era completamente azul y el sol lo inundaba todo, caminé hacia ellas.
Sonreí complacida. No recordaba cuándo había sido la última vez que
había tenido un sueño agradable.
Me desperecé mirando el reloj de la mesita. “¡Dios!, las diez y
media; esto sí es dormir”. Salté de la cama y me di una ducha rápida. Me puse
unos vaqueros, una camiseta y las zapatillas de deporte. Teniendo en cuenta que
Magui ya se habría ido, y no podía pasarme el examen de vestuario, mi intención
era ir lo más cómoda posible; ya me regañaría cuando regresase. Me crucé la
bandolera y salí de la habitación, mientras terminaba de sujetarme la coleta.
Sendra estaba sentada en el sillón
leyendo el periódico.
—Buenos días. —Levantó la vista de su lectura y me sonrió. “Bien,
pensé, parece que se le ha quitado el mal humor”.
—Buenos días, bella durmiente.
—¿Se ha ido Magui ya?
—¡Escucha! ¿Oyes algo?
—No. ¿El qué? —Sendra sonrió.
—¿Tú crees que si Magui estuviera en casa, reinaría este silencio?
—Sin duda, no. —Me acerqué a ella sonriendo—. Sendra, quería pedirte algo.
—Ya me lo dijo Magui, y la respuesta es no. ¡Sabes que no soporto
los centros comerciales!
—No, no es eso. Verás, es sobre lo de ayer. La verdad es que aprecio
mucho tu opinión, y sé que tienes razón. Y sabes que nunca le he ocultado nada
a mi madre, no lo voy a hacer ahora. Pero llevo tres meses sin verla, viene
mañana para celebrar mi cumpleaños, será como una pequeña fiesta y no quiero
estropear el día.
Sendra suspiró como si quisiese liberarse del cansancio. Estaba
segura de que aún seguía dándole vueltas al asunto.
—¿Me prometes que lo hablarás con ella?
—Te lo prometo, pero cuando llegue a casa.
—Siento mucho cómo me puse ayer; me asusté de verdad. Eres la más
madura de las tres; la verdad es que no te veo escondiéndote ante un problema.
—Que alguien como tú me califique como madura, sube bastante la
moral.
—Siempre ha sido así, Nora. Tú, la madura; yo, la hermana mayor y Magui,
la loca rematada.
—Por cierto, ¿qué se puso hoy?
—El vestido ese de “Dio”, y unos tacones que podían ser armas
blancas.
—Christian Dior, ¡burra!
—Vale, lo que tú digas, pero me parece que se pasa un poco. Parecía
la editora jefe de una revista de tirada nacional, más que la de un instituto.
La niña se pasa un poquito, ¿no te parece?
—¿Y desde cuándo sabes tú cómo se viste
una redactora jefe? —le reproché.
—¡Eh!, que en el periódico también salen las damas de alta
categoría, y me fijo en los
detalles. Por ejemplo, ni de coña saldrías tú de casa con esa pinta, si ella
estuviera aquí —dijo señalando mi ropa.
—¿Qué tiene de malo lo que me he puesto?
—Para mí, nada. Es más, me parece perfecta —la comodidad ante todo—,
pero reconoce que si hubiera estado aquí, te hubiera llevado a rastras a tu
armario, o lo que es peor, al suyo.
No pude evitar escuchar los reproches de Magui en mi cabeza; me
dirigí rápidamente a la salida diciendo:
—¿Sabes qué? Tienes razón; me voy, no se le ocurra llegar pronto.
—¿Y perderse el placer de deslumbrar a los pequeños novatos, con sus
grandes conocimientos en el arte de la edición? —dijo gesticulando con las
manos—. No lo creo, además no has
desayunado. —Dudé un momento con el pomo de la puerta en la mano.
—No me arriesgo; tomaré algo en el centro comercial.
—¡Cobarde!
—Sí —le dije abriendo la puerta. En estos momentos soy una cobarde,
que está muy cómoda —le dije
guiñándole un ojo.
—¡Que te diviertas!
—Lo mismo digo y disfruta del silencio —le dije, mientras cerraba la
puerta.
Cuando salí del edificio, dudé entre ir caminando o coger una de las
bicis de la residencia. Definitivamente, iría caminando. Si conseguía todo lo
que quería comprar, lo pasaría muy mal con los paquetes y la bici.
Llegué a la garita de seguridad del recinto; allí estaba Marcos, un
italiano muy alto y fuerte. Yo le calculaba unos cincuenta años. A pesar de su
edad, se le veía en perfecta forma física. Siempre estaba silbando una
cancioncilla, que no sé por qué, me imaginé que sería una melodía de su país.
—Buenos días, Marcos.
—Buenos días, Srta. Nora, ¿no va a clase hoy?
—No, ayer terminé el último examen; los del último curso no estamos
obligados a ir.
—¿El último curso ya? ¿Ya han pasado cuatro años? Dios no me envió
hijos, pero me puso en este trabajo para que viera lo rápido que se hace uno
viejo.
—No diga eso, Marcos, está usted estupendo. Bueno, me voy al centro
comercial de compras.
—Gracias, jovencita, pero aún tengo espejo en el baño. Mucho
cuidado, señorita, que con las nuevas matrículas, hay mucho extraño por ahí
suelto y, sobre todo, no vacíe las tiendas —dijo mientras abría la reja.
—Lo intentaré. Ciao,
Marcos.
—Ciao, Srta. Nora.
Comencé a caminar por la ancha avenida. Sin duda, era un paseíto,
pero el día ayudaba bastante. La calle estaba muy concurrida por la llegada de
los nuevos alumnos al instituto y de padres que acompañaban a sus hijos para
ver las instalaciones antes de matricularlos, todos con cara de sorpresa. Había
que reconocer que no terminaba de hacerse una idea del lugar, hasta que no
llegase hasta aquí. Mientras me los tropezaba, me fui imaginando sus historias,
padres demasiado ocupados con sus trabajos para atender a adolescentes, hijos deseosos
de salir de la vigilancia de sus padres, gente humilde observadora de lo que
les gustaría dar a sus hijos, pero que no podrían pagar con sus salarios.
Cuando me quise dar cuenta, ya había llegado. Estaba hambrienta,
hice la primera parada en el Calipso, me senté en una de las mesas, enseguida
llegó Ángela. Era muy delgada, supuse que porque no paraba quieta en ningún
sitio; siempre estaba sirviendo mesas o limpiando algo.
—Hola, Nora, ¿qué tal? —dijo sacando la libreta del bolsillo
trasero.
—Muy bien, gracias.
—Oye, ¿y Magui y Sendra?
—Hoy me han abandonado, pero las verás mañana. Viene mi madre para
celebrar mi cumpleaños, y lo festejaremos aquí.
—¡Genial!, le diré a Fran que prepare la tarta de nueces que te
gusta. Protestará un poco, me dirá:
"la tarta de nueces solo la hacemos los jueves" —dijo con voz ronca.
Pero, utilizaré mis mejores dotes de seducción. Bueno, ¿qué vas a tomar?
—Un zumo de melocotón y… hoy es jueves, ¿no?
Ángela soltó una
carcajada y dijo:
—Por todo el día;
te lo traigo enseguida.
Me puse a mirar por la cristalera de la cafetería. Esta daba a la
calle, la zona era muy tranquila. Se veía pasar de vez en cuando a alguna
persona o coche. El centro comercial estaba rodeado por edificios, pero aun así
no daba la sensación de agobio. Me fijé que, apoyado en la pared del edificio
que estaba al otro lado de la calle, había un chico de unos veinte o
veinticinco años. Era muy alto, su color de piel era ceniciento, como el de las
personas que tienen algún problema de salud. Llevaba unos vaqueros gastados y
una camiseta descolorida; el pelo muy oscuro, casi negro, lo tenía recogido en
una coleta, aunque no podía estar segura del todo. Se lo cubría en su mayoría
una gorra con una visera muy larga para mi gusto; esta era tan exagerada como
sus gafas de sol. Aunque lo que me llamó la atención fue su cazadora de cuero.
La llevaba desabrochada, pero el cuello totalmente subido a lo Elvis. A pesar
de no verle los ojos por las gafas y la distancia, estaba segura de que me
observaba.
—Aquí tienes, encanto —dijo Ángela. Desvié la mirada hacia ella.
—Muchos extraños por la zona, ¿no?
—Sí, pero ya sabes, en estas fechas es normal.
Giré la barbilla un poco hacia la cristalera, para señalarle al tipo
que estaba fuera, y volví a mirarla.
—Hay algunos que no tienen pinta de estudiantes, ni de padres
preocupados por la educación de sus hijos. —Ella miró disimuladamente.
—Y tanto, ¿qué hace con esa chaqueta con el calor que hace?
—Yo me preguntaba lo mismo, ¿quizás es un detective privado? —Ángela
rió con el comentario.
—Pues déjame decirte que lo hace fatal. Ese tiene más pinta de
correr delante de los buenos, y no se me ocurre que nadie de por aquí necesite
de esos servicios.
Me guiñó un ojo, y
se fue a atender a otra mesa; me tomé el desayuno sin darle más vueltas al
asunto. Mientras hacía mis planes mentales, eché un rápido vistazo a la
cristalera antes de levantarme; desde ese ángulo no se veía por ninguna parte.
—Me voy, Ángela, te dejé el dinero en la mesa, nos vemos mañana.
—Ok, nos vemos.
Salí de la cafetería, miré de reojo al otro lado de la calle;
definitivamente, el tipo ya no estaba. Subí las escaleras mecánicas hasta la
zona donde estaban las tiendas.
Comencé a vagabundear por las tiendas de una planta a la otra, compré
un vestido y unos zapatos con el bolso a juego. Cuando viera a mi madre mañana
quería estar guapa. Al pasar por la floristería, vi unas flores que me
recordaron a las de mi sueño de la noche anterior; no pude resistirme.
—Perdón, caballero, ¿cómo se llaman estas flores? —El señor se
acercó.
—Pensamiento gigante; son muy bonitas, ¿quiere un ramillete,
señorita?
—Sí, por favor, me quedarán perfectas en el salón —le dije mientras
le daba un billete de diez. Las envolvió con el mimo que pone alguien que adora
las flores y me las entregó junto con el cambio.
—Muchas gracias, señorita. Que pase usted un buen día.
—Igualmente, caballero —le contesté. Al girarme, el aire se me
atragantó en la garganta; otra vez el mismo tipo, lo esquivé y salí a la
terraza; ya me estaba poniendo un poco nerviosa. Miré el reloj, me paré al ver
las horas que llevaba en el centro comercial. Fui al puesto de perritos
calientes, compré uno dispuesta a hacer tiempo hasta que desapareciera del
pasillo de salida. Me senté a comérmelo en el borde de la fuente, lo vi entrar
en la terraza, observé cómo me buscaba o eso me pareció; seguía sin quitarse
las gafas. Se fue acercando con paso lento, de los que saben por dónde caminar;
todo en ese chico me hacía saltar las alarmas. Solo le faltaba un cartel que
dijera “¡PELIGRO!”. Intenté disimular mirando a otro lado, no pude.
Cuando pasó junto a mí sonrió abiertamente mostrando su perfecta
dentadura, y siguió de largo. El escalofrío recorrió todo mi cuerpo, me levanté
tirando el resto del perrito caliente a la papelera y volví a entrar. Fui
derecha a la tienda de complementos a buscar los últimos detalles. En el
escaparate, vi un brazalete con formas irregulares; en cuanto lo vi, pensé en
las chicas. Decidí que compraría uno para cada una; sería algo simbólico que
nos recordara siempre lo que habíamos compartido.
—Hola, querría tres brazaletes de los que tiene en el escaparate.
—Cuando me giré para mostrárselo, estaba otra vez allí, apoyado en una columna
enfrente de la tienda, sonriendo; me quedé paralizada.
—¿Se encuentra bien, señorita?
—¿Eh?, ¡sí, sí! —le dije acercándome y mostrándole lo que quería.
—Se los puedo grabar, si quiere. Mire, esto es celta; este tipo de
letras irán muy bien con el brazalete
—dijo, abriendo un libro y mostrándome los tipos de letras.
—Estas dos palabras
significan ‘para siempre’.
—Genial. Me pone en
uno, Magui; en otro, Sendra y, en el último, Nora. A continuación, “para
siempre”.
—Bien, deme cinco
minutos —dijo sonriendo.
Desapareció en un cuartito que estaba detrás del mostrador; comencé
a caminar por la tienda fingiendo que miraba la bisutería. Cuando levanté la
vista, seguía ahí. Tiró el cigarro que estaba fumando, sonrió, se movió
despacio. Pude notar cómo el corazón comenzó a latir con fuerza en mi pecho, lo
vi aplastar la colilla y continuó caminando despacio, sin prisa. Me estaba
poniendo histérica, parecía un león enjaulado. Una cosa es soñar que te acosen
y otra muy distinta es que lo hagan cuando estás despierta. “Piensa Nora, no es
para tanto, igual está haciendo tiempo esperando por alguien. Te lo has
tropezado unas cuantas veces, no pasa nada”. El dependiente me sacó de mis
pensamientos.
—Srta., esto ya está, ¿le parece bien así? —Cogí los brazaletes.
—Perfecto, los grabados son preciosos, le han quedado fantásticos,
¿me los podría empaquetar?
—Por supuesto —dijo sonriente. Comenzó a empaquetarlos, entretanto
yo continuaba convenciéndome de mi teoría. Le pagué la factura y salí de la
tienda.
Caminé en dirección contraria a la que
había tomado el chico, mirando hacia atrás de vez en cuando. Bajé por las
escaleras mecánicas, volví a mirar, no sé de dónde había salido, pero estaba
ahí. Cuando salí de la escalera, vi la tienda de ropa interior femenina; esta
sería la prueba de fuego. Si entraba ahí, definitivamente tenía un problema.
Accedí a la tienda, y él detrás de mí. Comencé a mirar los percheros buscándolo
a través de los espejos que cubrían gran parte de las paredes. “¿Qué demonios
hacía un tipo como ese en una tienda de lencería?”; desde luego no lo veía
comprando ropa interior. La dependienta nos miró, era una señora mayor y mi
cara creo que lo decía todo; ella me sonrió y se acercó a él.
—Buenas tardes, ¿le puedo ayudar? —Él la miró de arriba abajo, y le
levantó la mano en señal de negación.
—Si me dice qué busca, estaré encantada de ayudarle. —Ella me miró
guiñándome un ojo. Desde luego eso sí era psicología; comenzó a parlotear. Lo
tomó del brazo de forma maternal, llevándolo al fondo de la tienda. Esta era la
mía, salí a toda pastilla, sorteando a la gente. Fuera del centro comercial,
corrí literalmente a la parada de taxis, tiré las bolsas dentro y le indiqué la
dirección al taxista mientras cerraba la puerta. Miré por el cristal trasero,
no había rastro de él. Me enterré en el sillón suspirando. Cuando llegamos a la
entrada de la residencia, me recliné sobre el asiento del conductor.
—Déjeme aquí, ya
entraré caminando. —Le pagué la carrera y bajé del taxi con todos los paquetes.
Marcos se acercó a la puerta con expresión desaprobatoria.
—¡Vaya!, al final
parece que desvalijaste todas las tiendas.
—Más bien, desvalijé la tarjeta; las tiendas todavía tienen
mercancía, aunque ya me hubiera gustado vaciarlas. —Marcos abrió la
reja, con una sonrisa.
—Eso tiene que ser un
gen femenino. Cuando mi señora sale de compras, tiemblo.
—¿Cuánto le costaron
las entradas del último partido?
—Eso es diferente, es
cultura deportiva —dijo haciendo
un gesto con las manos para que viese la importancia.
—Sí ya, súper cultural
—le dije con una sonrisa mientras pasaba la reja. Estaba oscureciendo cuando
llegué al edificio; quedaba poco rastro del sol, se ocultaba tras los árboles,
recortando sus copas con una mezcla de colores, rojizos, amarillos y púrpuras.
Subí al piso, desesperada por soltar las bolsas, las tiré en el suelo del salón
y me recosté en el sofá.
—Hola, chicas, ya estoy
en casa. —Magui salía del baño con una cesta de ropa sucia, la dejó caer en el
suelo llevándose una mano al pecho.
—¡Dios mío, Nora!, no
me digas que saliste de compras con esa pinta. —Tumbada como
estaba, miré mis ropas.
—¡Qué tiene de malo mi
ropa!
—Que, ¡¿qué tiene de
malo?! Parece que fuiste a ordeñar vacas.
—¡Eh!, un respeto por
las granjeras.
—Sí las respeto, y
muchísimo. Evidentemente tienen más sentido común que tú para elegir el
vestuario. Estoy completamente segura de que para ir a un centro comercial, se
pondrían bastante más monas de lo que lo has hecho tú.
—Bueno, míralo así; mi asesora de imagen se fue a una reunión,
dejándome tirada, no fui capaz de encontrar nada más apropiado que ponerme. Mi
disgusto fue tal, que me puse estos magníficos y súper cómodos vaqueros, con
unas zapatillas de deporte y esta triste camiseta. Y lo que es peor, ¡me fui al
centro comercial!, compré un montón de cosas, entre ellas un regalito para esa
mala amiga, que me deja tirada en momentos tan cruciales de mi vida —le dije
señalándole las bolsas.
—¡Ja, ja! ¡Vale!, me rindo, enséñamelo todo —dijo corriendo ansiosa
hacia mí.
—Coge esa —le dije señalando una.
—¡Oh, Nora!, es precioso. ¿Ves?, esto sí es un vestido.
—¡Ah!, ya veo diferencia. Eso, un vestido; esto, unos vaqueros, y…
en esa bolsa de ahí, unos zapatos que deberían estar prohibidos.
Se tiró como loca a abrir la caja. Magui estaba obsesionada con la
moda, pero los zapatos eran su perdición; si a eso le añadías un bolso a juego,
estaba perdida del todo.
—¿Dónde está Sendra?
—En la cocina haciendo
prácticas de comida vegetariana, y el mp4
puesto para no oírme.
—¡Qué chasco!, pensé que no te habías dado cuenta, nada más lejos
que intentar herir tus sentimientos —dijo Sendra apoyada en el marco de la
puerta, mientras se quitaba los auriculares. Se acercó a nosotras cogiendo el
ramito de flores.
—Pensamientos gigantes, ¿dónde los conseguiste?
—En el centro, los vi y no pude resistirme. Es curioso, anoche soñé
con ellas. El sueño fue tan agradable, para variar, que quise traer un
fragmento de él.
—Te dije que esa infusión era milagrosa.
—Pues ya podías haber pasado esa información unos meses atrás —protesté.
—El problema de esta es que no puedes abusar de ella; uno de sus
componentes es adictivo —dijo abriendo la bolsa de la
peletería.
—¡Oh, Nora!, estos
zapatos son espectaculares, y el bolso es…, es…, es una pena que lleves dos
números más que yo. ¡Ay, por números,…! Llamó tu madre, te dejaste el móvil en
casa, como siempre. Me pidió que te dijera que mañana vendrá temprano, decidió
tomarse unos días de vacaciones, quedamos a la once de la mañana en el Calipso.
—¡Genial!, estoy
impaciente por verla—Cogí el paquete más pequeño, le entregué uno a cada una.
—Esto es para ustedes.
—No tenías por qué hacerlo —dijo Sendra.
—¿Cómo que no?, con la paliza que les he dado últimamente, además yo
tengo otro, es algo simbólico, que nos recuerde la unión que hemos tenido. —Las
dos me abrazaron.
—Bueno, bueno, chicas, que me pongo tierna, y empiezo a llorar.
—Lo abro yo primero —dijo Magui, abriendo el suyo.
—Nora, es
precioso. ¿Qué significan estos grabados? Parecen letras, solo distingo mi
nombre. Creo que la que va a llorar soy yo.
—Es celta, significa ‘para siempre’. Sendra, tu turno. —Ella lo abrió despacio, se quedó en silencio un momento observando su
brazalete.
—Gracias, Nora. No te puedes imaginar lo que esto significa para mí,
el valor que tiene, “para siempre” —me dijo con la satisfacción que pone una
persona a la que le han entregado una medalla al mérito.
—Me alegro de que les
guste —les dije, poniéndome el mío.
—Bueno, la cena ya
está. ¿Comemos?
—Sí, estoy hambrienta,
hoy me he olvidado hasta de comer —le dije saltando del sofá.
Cenamos como siempre, hablando de las cosas que habíamos hecho
durante el día. Por supuesto, no comenté nada del misterioso chico, no tenía
ganas de que Sendra me diera la charla, y estropear el momento.
—Estaba todo buenísimo
—dijo Magui.
—Lo tomaré como un
cumplido viniendo de ti.
—No vayan a empezar. Es
verdad, está exquisito; creo que el pantalón me va a reventar.
Magui me miró de reojo.
—Dios no hace ese tipo
de milagros, pero si quieres, yo los puedo quemar.
—Ni se te ocurra, te
creo muy capaz. Oye, ¿crees que si me tomo otra infusión como la de anoche,
tendré que ir a una clínica de desintoxicación?
—Bueno, creo que por una más, no pasa nada; ¿quieres una Sendra?
—No, yo no tengo problemas para dormir, gracias.
—Desde luego tú podrías hacerlo en el borde de un acantilado.
Se levantó y empezó a abrir sus botes y a poner hierbas en un cazo;
parecía una hermosa hechicera. Cuando ya lo tenía todo, comenzó a darle vueltas
con mucho mimo. Para ella era como un ritual, era una de las pocas cosas que
hacía en silencio. Sendra recogía la mesa en lo que yo fregaba los platos.
Cuando terminé, Magui estaba sentada en la mesa con la infusión.
—Si la dejas enfriar, no tendrá el mismo efecto. —Me la tomé de tres tragos rápidos como
el que se toma un jarabe. Apuré el vaso de agua y me levanté.
—Chicas, me voy a la cama, estoy rota. Buenas noches.
—Buenas noches —dijeron las dos.
Solo fui capaz de
quitarme las zapatillas y los vaqueros. Me arrastré hasta la cama; desde luego
esta infusión podría competir con los mejores somníferos. No era de extrañar
que fuera adictiva.
Texto con derechos de Autor. GC-576-13
ISBN: 978-84-616-7818-8
ISBN: 978-84-616-7527-2
obra completa en:
www.elcorteingles.es
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