Magui
7
Zhakos, tierras de la luz
Mirábamos hacia todos los rincones del
bosque, espalda con espalda, buscando de dónde salía exactamente el ruido, lo
volvimos a escuchar, oímos cómo crujían las hojas secas, eran pasos que
caminaban sigilosamente.
—Es solo uno, al Norte —dijo Sendra, que continuaba con Nora en brazos. Comencé a desenvolver
el arma despacio; era con lo único que contábamos. Puse mis sentidos en el
punto de donde procedían los ruidos con el arma preparada.
—¿Magui…? ¿Eres tú?
—¿Papá…?
Lo vi salir de entre los árboles, dejé caer el
arma al suelo y corrí a su encuentro, saltando a su cuello. Él me alzó por la
cintura girando conmigo. Estaba increíblemente guapo, era más alto que yo. Su
cara deslumbraba; me besó en la frente mientras me ponía en el suelo.
—¡Eh, pequeña!, ¡que papá ya
está mayor!
—¿Eso quiere decir que tendré
que esperar a hacerme mayor para estar así de estupenda? —dije
mirándolo de arriba a bajo. Mi padre y yo
siempre habíamos tenido una gran complicidad. Se hizo más fuerte cuando crucé
al mundo de los humanos por primera vez. Él, junto con el padre de Sendra, fue
de los primeros en hacerlo. Por eso, cuando volvía, era con una de las pocas
personas con la que me resultaba más fácil hablar. Después de cruzar, a todos
nos costaba mucho expresarnos como se nos había enseñado.
—Tú siempre has estado estupenda. ¿Cómo puedes pensar que hago las cosas
mal? Eres la criatura más hermosa que he visto nunca. —Crucé los brazos sobre mi pecho y le dije con un
mohín:
—A mis hermanas les dices lo
mismo.
—En mi defensa diré que
también soy el padre de ellas, con lo cual… —dijo
encogiendo los hombros.
—¿Qué me dices de mamá? Con
ella también lo haces. —Cogió mi mano, sonriendo.
—Sin la belleza de ella,
ninguna de ustedes sería tan hermosa.
—Tienes demasiada labia como
para reprenderte. —Miró a Sendra y corrió hasta ella.
—Perdona, Sendra, me dejé
llevar. ¿Cómo estás?
—Muy bien, Fáront. ¿Cómo está
la familia?
—Estupendamente, gracias. Y
mejor desde que las tenemos a ustedes en casa. Disculpa, Sendra, deja, yo la
llevo.
—No te preocupes, es peso
pluma y, si no he oído mal, estás algo mayor.
—Sí, eso papito, igual
necesitas apoyarte en mí.
—Vamos, chicas, si estoy hecho
un chaval.
—¿En qué quedamos? ¿Estás
hecho un chaval o estás mayor? —le dijo Sendra sonriendo.
—¡Touché! —contestó levantando las manos en señal de
rendición—. No puedo con las dos. Vamos a casa, hijas.
—¡Espera, la daga! —Fui hasta donde la había dejado caer, cuando vi a mi padre.
—¿Cómo sabías que estábamos
por aquí?
—Shamala fue a verme, me
informó de lo que había ocurrido, supuse que si la Princesa estaba
inconsciente, no irías por el pueblo. —Miró la daga que
llevaba en la mano—. ¿Es esa la daga que… que mató a Ros? —Asentí con la cabeza.
—¿Mamá lo sabe ya?
—No, hija, pensé que ese dolor
solo lo podía aliviar el tener a todas sus hijas a su lado. Tus hermanas sí lo
saben, pero les he pedido que no le digan nada, hasta que llegáramos. —Miró otra vez la daga.
—Es muy pequeña, ¿cómo pudo
matarla?
—No lo sabemos, papá.
Esperábamos que los mayores nos dieran alguna respuesta. Lo que sí es seguro es
que es muy poderosa; puede matar con un simple rasguño. —Mi padre se rasgó un
trozo de túnica, la cogió con mucho cuidado, envolviéndola.
—Esto es algo que no habíamos
visto nunca; parece que el poder de Kragor está aumentando. Vamos, tus hermanas
no podrán engañar mucho tiempo a tu madre.
Caminamos en silencio hasta llegar al castillo.
Mi padre llevaba su mano en mi hombro, era evidente que le preocupaba lo mismo
que a mí: “¿cómo se lo tomaría mi madre?” Cuando llegamos, nos abrió las puertas
mi hermana Felions. Era la más pequeña y la más parecida a mí; estaba ansiosa
por cruzar al otro lado, pero mi madre se lo había prohibido. A ella no le
gustaba la idea de cruzar al mundo de los humanos; fue por eso por lo que la
tía Ros se encargó de la misión. Cuando Nora cumplió los catorce años, y su
supuesta vida humana implicaba salir sin su madre, tuvo que ceder, aunque no
fue de su agrado.
—Pero ¿qué ven mis ojos?
Estáis hecha toda una damita, ¿cuántos años tenéis?, ¿diez? —Ella corrió hasta mí abrazándome.
—Magui, ya he cumplido doce —protestó, separándose de mis brazos. Le guiñé un ojo a mi padre.
—Vaya, me estoy haciendo
mayor, no soy capaz de recordar las fechas.
—¿Qué os pasa, señorita?,
¿habéis perdido los modales? —dijo mi padre mirando a
Sendra.
—Lo siento, padre.
Felions la miró diciendo:
—¿Cómo estáis, Sendra? Venid por aquí, os indicaré los aposentos de la
Princesa.
—
Gracias, Felions, sois muy amable. Sí que estáis mayor, aunque yo no os hubiera
calculado menos de quince — dijo mientras entrábamos. Mi
hermana se hinchó de pura satisfacción, subimos la gran escalera; Sendra
continuó caminando detrás de Felions. Mi padre me sujetó del brazo haciéndome
parar.
—¿Prefieres que te espere
aquí?
—Gracias, papá. La verdad es
que me gustaría que entraras conmigo.
—Anda, ve, cámbiate de ropa.
Ya sabes lo que opina tu madre del mundo de los humanos.
—No tardaré —dije en el momento en que me dirigía al dormitorio. Cuando entré, Nora
estaba tumbada en la cama, entretanto Sendra le quitaba los zapatos.
—No te preocupes, Magui, me
quedaré con ella en lo que hablas con tu madre, ¿o prefieres que te acompañe?
—¡No! Será mejor que te quedes
con Nora. No es que dude de tu madre, pero estaré más tranquila sabiendo que
estás con ella. Con la suerte que tenemos, igual el hechizo le dura unos
minutos más.
—Sí, con Nora nunca se sabe.
Date prisa, tu padre tiene razón, a tu madre no se le puede engañar por mucho
tiempo.
—Esto va a ser duro. Mejor
acabar cuanto antes —dije mientras salía.
Corrí
por el pasillo. Cuando entré en el dormitorio, Felions se encontraba
preparándome la ropa. Se acercó diciendo:
—¿Cómo os quitáis estas
prendas?
Le sonreí, mientras le acariciaba la mejilla.
Le mostré el gancho del cierre.
—Se llama cremallera. ¿Veis
este pequeño trozo de metal? Si tiráis de él hacia abajo, se abre. —El top se abrió
por completo bajo la mirada sorprendida de Felions.
—¡Es estupendo!, ¿creéis que
si lo llevo a los herreros podrían hacerlo?
—No lo sé, todo es posible —contesté quitándome los zapatos y los pantalones. Mientras me aseaba,
ella me observaba sin decir nada, me esperaba con el vestido en las manos.
—Vamos, hermanita, ¿en qué
pensáis, que estáis tan callada? —pregunté, mientras le quitaba
el vestido, y me lo pasaba por la cabeza. Ella se puso a mi espalda y comenzó a
atar los cordones que lo ajustaban.
—¿Qué es eso que lleváis
debajo?
—Oh, se llama ropa interior.
En el mundo de los humanos todo el vestuario es más pequeño.
—Yo diría que minúsculo. —Me corrigió mientras recogía el top y los pantalones.
—Por cierto, tiradlo al fuego
antes de que lo vea madre. Vamos, nos esperan. —Ella
asintió, tirando las prendas a la chimenea. Al salir, papá nos esperaba junto a
la escalera.
—Vamos, hijas, no lo
prolonguemos más. —Atravesamos los pasillos. Cuando estuvimos junto a
la puerta, cerré los ojos y suspiré con fuerza.
—Tranquila, Magui, las malas noticias se llevan mejor cuando la familia
está unida.
Abrió la puerta, la sala estaba iluminada por
la luz que atravesaba las cristaleras. Las paredes de piedra estaban vestidas
por óleos de hermosos paisajes. Los muebles eran rudos, de aspecto medieval y
estaban salteados con pequeños ramilletes de flores silvestres que mezclaban su
aroma con la leña que ardía en la chimenea. Tenía que ser de manzano, su olor
era inconfundible. Mi madre estaba sentada en un sillón, junto al fuego, con un
pequeño telar en las manos; a su lado, mi hermana Arist tocaba la lira. Dejó de
hacerlo en cuanto me vio. Sonrió con tristeza; la noticia le había afectado
tanto como a mí, ella tenía solo un años menos que yo. Para la tía Ros, al no
tener hijos, éramos sus pequeñas consentidas, sentí una punzada de dolor que
traté de ocultar.
—¿Por qué dejáis de tocar,
hija? —dijo mientras giraba la mirada hacia la puerta. Sus manos temblaron, la
cara se le iluminó. Era hermosa; no era de extrañar que mi padre la siguiera
mirando como si fuera un jovencito. Su piel era pálida, con un pequeño rubor en
las mejillas, y sus ojos los más verdes que había visto nunca. Se asemejaba
tanto a su hermana que podrían pasar por gemelas. Se levantó corriendo hasta
mí; sus movimientos eran delicados, parecía como si danzase.
—¡Magui, has vuelto! ¡Oh!,
estáis preciosa. ¿Cómo no me habéis avisado? Os hubiera ayudado yo misma a
cambiaros. Solo los Dioses sabrán qué habréis traído puesto. ¿Habéis comido?,
¿estáis bien?
La abracé con fuerza, necesitaba sus brazos
para afrontar lo se avecinaba.
—Estoy bien, madre. Felions me
ha prestado su ayuda. No os preocupéis. ¿Cómo estáis vos?
—¿Que cómo estoy? Eso no
importa. Sois vos la que habéis hecho tan largo viaje, habéis llegado antes del
solsticio de verano, ¡qué alegría!, haremos una gran fiesta.
De pronto la alegría desapareció de su cara,
nos miró a todos deteniéndose en mi padre. Me sujetó las manos diciendo:
—¿Qué ocurre, Magui? Sé que
algo ha pasado, puedo sentirlo, ¿es que algo le ha ocurrido...? —Fijó la vista en mi
cuello; sus manos temblaron, cuando vio el colgante de Ros; lo tocó despacio,
con miedo en los ojos—. Ros, ¿qué ha ocurrido?, ¿os tendieron una
emboscada a la llegada?, ¿dónde está mi hermana? —dijo
con urgencia.
—No, madre, ocurrió en el
mundo de los humanos, los esbirros de Kragor… la mataron.
—¿Qué estáis diciendo? No
pueden, eso no es posible —respondió con incredulidad. Miró a mi padre—.
Vos me lo habíais asegurado; ninguno de los nuestros puede morir en esa
dimensión. Estará herida. Fáront, id a por ella, os lo suplico.
— Madre, murió en mis brazos, su cuerpo se desvaneció ante mí, conjuré
la Magia para elevarla al reino de los cielos. Lo siento, madre.
Se quedó muy erguida, cerró sus ojos intentando
asimilar lo que le había contado, una lágrima corrió por su cara. Era la
primera vez en toda mi vida que había visto llorar a mi madre. Kragor pagará
por esto y, por los Dioses, que lo hará pronto. La llevé al sillón donde había
estado sentada. Había sido muy duro ver morir a Ros, pero decirle a mi madre
que su única hermana había muerto de esta manera, me quemaba por dentro. Sentía
como si una garra de fuego me rasgara. Me quité el colgante, se lo puse en las
manos intentando no atropellar las palabras.
—Madre, no pudimos hacer nada, lo lamento. Si hubiera podido, habría
dado mi vida por la de ella; os lo juro.
Mi madre dio un sobresalto por mis palabras.
Por su cara corrió ahora auténtico dolor.
—No digáis eso, hija mía. Los hijos nunca deberían perecer antes que los
padres; los Dioses saben que es mi ruego cada noche. Sé que habéis hecho todo
lo que estuvo en vuestra mano por salvarla, no teníais que haberla visto morir
de ese modo. —Me acarició la mejilla con ternura diciendo:
—La noche en que todo ocurrió, las dos sabíamos que una moriría
protegiendo a la Princesa. Habíamos hecho un juramento de lealtad, que todos
nosotros aún mantenemos; es nuestra obligación dar nuestra vida si es preciso
por proteger la de ella. —Apretó el colgante contra su
pecho, mientras se ponía en pie; mi padre la abrazó—.
Gracias, Magui, no sabéis lo que significa para mí que trajerais el colgante;
es lo único que me queda de ella.
Salió de la sala sin decir nada,
mi padre la sujetaba por la cintura. Me quedé ahí, de rodillas en el suelo, sin
fuerzas para moverme. Arist se sentó a mi lado, puso su frente en mi hombro.
—Dejadla,
hermana, es justo que quiera llorar a su hermana en la intimidad.
—Pero
es tan injusto, hermana, fue tan duro verla morir —dije
abrazándome a ella.
—Entretanto
el mal continúe entre nosotros, nada será justo. Por eso es nuestra obligación
luchar por el equilibrio. Algún día, hermana, veremos la paz.
—Que
los Dioses os oigan, querida Arist; os he echado en falta.
—Yo
también, Magui. —Felions se acercó a nosotras.
—Magui, deberías descansar un
poco, quedan unas horas para el ocaso. Padre nos dijo que tendréis que ir a
contar lo sucedido.
—Felions tiene razón, id a
descansar, lo dispondré todo para que toméis algo antes de iros.
—Arist, podríais quedaros con
la Princesa cuando me ausente. Shamala asegura que no despertará hasta el
amanecer, pero aun así me quedaría más tranquila sabiendo que vos estáis…
Arist me tapó la boca con un dedo.
—Y también querréis que mande
a preparar un camastro para dormir a su lado.
—Bueno, en realidad tendrán
que ser dos. Sendra no quiere irse hasta que despierte, y asegurarse de que
está bien.
—Descuidad, hermana, así lo
dispondré, id a descansar.
Me dejé arrastrar por los pasillos hasta el
dormitorio. Nora seguía durmiendo. Sendra le había quitado la ropa poniéndole
un camisón. La brisa que entraba del balcón era fresca, la cubrí con una
colcha. Sendra estaba apoyada en la balaustrada. Se había puesto una túnica
larga entallada al cuerpo, con finos cordones dorados; de esta salían dos
anchos tiros sujetos en los hombros con broches, en los que estaba grabado el
escudo de su clan. Me quedé a su lado. Desde ahí se podía ver todo el pueblo
con sus pequeñas cabañas, de algunas salían columnas de humo de las chimeneas,
a los ciudadanos andando de aquí para allá, humanos y seres mágicos unidos en
perfecta armonía. Fijé la vista en la plaza, allí jugaban un grupo de niños, me
concentré en los sonidos, y pude oír las risas de ellos. Sendra puso su mano en
mi hombro.
—¿Tan malo ha sido?
—La verdad es que se lo ha
tomado mejor de lo que esperaba. Supongo que eso es lo que me desconcierta, la
vi luchar con sus sentimientos, reprimir su necesidad de gritar a los cuatro
vientos su pena, y cuando vio la angustia en mis ojos, se lo tragó todo y
empezó a consolarme.
—Tu madre es muy fuerte.
—Lo sé; la cuestión es si lo
soy yo. Tengo ganas de gritar, de abrir el portal y matar a Kragor con mis
propias manos, que pague con su vida la muerte de Ros, y el dolor de mi madre.
Quiero venganza.
—Magui, no es eso lo que nos
han enseñado, nosotros estamos aquí para mantener la paz.
—¡De qué paz me estás
hablando, Sendra!, ¿de esa paz que mató a tu padre? —Sendra
tensó los hombros; me froté los ojos mientras suspiraba—. Lo
siento, no debí decir eso, soy una estúpida. Sendra, tengo tanta rabia dentro
de mí... Lo peor es que no sé cómo controlarla.
—No te culpo, sé lo que se siente. Cuando mataron a mi padre, yo misma
me planteé todas las dudas que tienes tú ahora. Estuve a punto de cometer unos
cuantos disparates, lo reconozco y era solo una mocosa.
—Pues hagámoslo, Sendra, acabemos con esto de una vez.
—Magui, sabes que ese no es el
camino, ahora más que nunca tenemos que permanecer unidos, no podemos evitar
que nos hagan daño, pero sí aprender de ello. Nuestros mayores nos han enseñado
el valor de las cosas, no podemos dejarnos llevar por la ira.
—Ya, pero no deja de ser
frustrante.
—Sí que lo es, pero eso nos
hace más fuertes. Vamos, entremos, empieza a refrescar, encenderé el fuego.
Nos sentamos en el suelo mirando el fuego;
suspiré con fuerza mientras abrazaba mis rodillas con la vista fija en las
llamas.
—¿Cómo crees que reaccionará
mañana cuando despierte?
—No lo sé. Normalmente cuando
mi madre utiliza ese conjuro, duermes relajadamente, te despiertas con la mente
clara y con energía, es como una de esas infusiones tuyas.
—¿Normalmente? —dije mientras me levantaba, y me acercaba a la cama. Sendra continuó
sentada.
—¿Ves su cuerpo? Está dormido,
aparentemente relajado, pero puedo sentir el conflicto interno que tiene. Si
tuviera los ojos abiertos, lo verías también tú.
—¿Está sufriendo?
—Yo diría que bastante, se
debate entre lo real y lo irreal y, sobre todo, la muerte de Ros; para ella es
su madre la que ha muerto. No me extrañaría que empezara a gritar de un momento
a otro.
Me senté en la cama con mucho cuidado,
analizando su cara, no estaba
relajada. Se le había formado una pequeña arruga en el entrecejo. Muchas veces
había envidiado el don de Sendra, poder saber cómo se sienten los que tienes a
tu alrededor, con el simple hecho de entrar en un lugar. Pero tal como estaban
las cosas en este momento, entre Nora y yo la estaríamos torturando de lo
lindo.
—Sendra, ¿quizás estás percibiendo mi dolor, y no el de ella?
Ella se levantó sentándose a mi lado.
—No, Magui. Ella irradia
miedo, pérdida, vacío; el tuyo es rabia, ira, angustia. Aunque los podrías
poner juntos en una frase para definir una situación, son totalmente distintos.
Estuve cavilando un momento: “¿quién podía imaginar
que semejante grandullona sabía tanto de sentimientos?” Salí de mis
pensamientos cuando oí la puerta.
—Pasad —dijo
Sendra. Arist entró con una bandeja con comida y fruta, la dejó sobre una mesa
y corrió hasta Sendra.
—Querida amiga, ¿cómo estáis?
Os he echado en falta.
—Y yo, Arist, siento tanto lo
de Ros —dijo abrazándola.
—No digáis nada, Sendra; esta
noche no, por favor. —Sendra asintió, la conocía muy bien, y sabía que
era el momento de no invadir su espacio.
—Bueno, os he traído comida,
estaréis hambrientas.
—La verdad es que no —le contestamos; ella nos miró entrecerrando los ojos.
—Como os decía, estaréis
hambrientas, y tanto si lo están como si no, quiero esta bandeja vacía;
¿entendido, jovencitas? —Terminó la frase con una
sonrisa. Se dirigió a la bandeja diciendo: —Bueno,
¿qué tal os fue en la misión?
— La misión hubiera sido más
llevadera, si hubierais venido vos, y no el loro parlanchín que me pusieron.
—No digáis eso de Magui, tiene
sentimientos —le reprendió Arist.
—Sí que tiene sentimientos, y
una lengua imparable.
Mi hermana, en ese sentido, era como Sendra;
las dos son muy reservadas, no hablaba por hablar. Arist lo había heredado de
mi madre, para desgracia de esta; Felions y yo habíamos salido a nuestro padre.
—Desde luego, vosotras dos
sois la alegría de la huerta. La pobre Nora a estas alturas estaría muerta,
¡del aburrimiento! —les dije cogiendo una manzana—.
Bueno, contadnos, hermanita, ¿ha ocurrido alguna nueva en nuestra ausencia?
—Alguna, la hija del alfarero
se casará el próximo otoño. —Sendra entrecerró los ojos
diciendo:
—¿Con quién?
—Tranquilizaos, Sendra.
Vuestro hermano está en las tierras altas desde que vos os fuisteis.
Ella suspiró con verdadero alivio. Sabía que
ella en cuanto tenía oportunidad, no paraba de revolotear a su alrededor.
—Que los Dioses me perdonen,
pero esa chica no me gusta nada; es tan, tan….
—Estúpida. —Terminé la frase encogiéndome de hombros. Arist torció el gesto al
escucharme. — ¡Es verdad! Las rosas son tan rosas, el cielo es
de un azul tan azul, ¡oh!, los prados son de un verde tan verde. Esa chica no
puede componer una frase sin meter un color un mínimo de dos veces.
—Quizás, hermana, tiene alma
de poeta tartamudo.
—Puede ser, ya sabéis que soy
una insensible con la poesía. ¿Ha ocurrido algo más?
—Quitando el hecho de que la primavera pasada, la panadera alumbró dos
hermosas criaturas, no mucho más; las tres están en perfecto estado.
—¡Vaya!,
¡gemelas!, su esposo estará de lo más contento.
—Salió
a la calle ese día con una barrica en la carreta, para festejar su paternidad
con el pueblo. Por el estado en que lo encontró padre, se diría que se la tomó
toda él solito. Lo llevó a su cabaña, le ofreció a su esposa que, dadas las
pocas horas de su alumbramiento, él lo tendería en el lecho que ella le
indicara.
—¡Padre…
siempre tan atento! Supongo que ella lo agradeció.
—Bueno,
de hecho sí. Le dijo que aguardara, salió de la casa con un cubo con agua y un
garrote, le tiró el agua en la cara para despertarlo. Una vez conseguido, lo
entró ella solita a garrotazos.
Nos quedamos en silencio. Sabía
que Arist no quería hablar de Ros, pero me roía algo por dentro.
—Arist, ¿vino Ros en los
últimos meses?
—Sí, lo hizo hace una semana.
Sendra y yo nos miramos, había venido y no nos
lo había contado, ella sabía algo.
—¿Os contó a vos o a madre
algo? ¿Vio algo en el futuro y quiso preveniros?
—No, la verdad es que estuvo
bastante extraña. Cuando le preguntamos por el motivo de su visita, nos dijo
que Nora terminaría pronto los estudios, que ustedes vendrían de vuelta por el
verano. Nos pareció raro que vinierais juntas, pues siempre lo hacéis por
turnos.
—¿No se lo preguntasteis? —le cuestionó Sendra.
—Sus respuestas eran esquivas,
y no sostenía por mucho tiempo la mirada; no pudimos ver nada, salvo la certeza
de que algo ocultaba, supongo que ya sabemos lo que era.
—Ella sabía que iba a morir,
vino a despedirse de los suyos, quizás pensó que despedirse de Magui le sería
más fácil.
—De hecho, lo hizo. Cuando
llamó para confirmar la hora del encuentro, estuvo de lo más extraña; no paraba
de repetir que nos quería mucho. Pensé que al estar sola era solo nostalgia.
Nos
sobresaltaron dos golpes en la puerta.
—Podéis
pasar. —Mi
padre abrió la puerta. Tenía la cara muy seria, caminaba con los hombros
hundidos.
—¿Cómo está madre?
—Duerme, le di la infusión del sueño. No te preocupes, Magui, es normal
que se derrumbe.
—Eso
no quita que me sienta culpable.
—Magui,
tú no mataste a Ros, no es culpa tuya, no te puedes hacer responsable por lo
que hacen otros. Ante situaciones de este tipo, nos tenemos que apoyar los unos
a los otros, no le haces ningún favor ni a ti ni a tu madre, culpándote de algo
que no has hecho.
—Lo
sé, papá, tienes razón.
—Vamos,
el sol se pondrá en poco tiempo, no hagamos esperar a los ancianos, las
monturas están preparadas.
—Id
en paz, yo velaré por ella, y poneros las capas, la noche será fría —dijo Arist.
—Gracias,
hermana.
8
Cabalgamos a través del
bosque, en dirección a la gran sala. La noche era clara y húmeda, olía a musgo
y tierra. De los árboles caían pequeñas gotas de agua, que fueron humedeciendo
la capa. La espesura del bosque se fue abriendo poco a poco dando paso a un
pequeño claro, que terminaba en una gran pared de roca por la que corría una
cascada. Esta formaba un hermoso lago en el que se reflejaba la luna iluminando
la espesa vegetación.
De entre las rocas vimos
a cuatro jovencitas, que eran idénticas: tenían el pelo rubio, casi blanco; la
piel era blanca como la nieve, con un pequeño rubor en las mejillas; los ojos
azules muy intensos; sus espectaculares cuerpos los cubrían con un vestido de
gasas blancas sin tiros ni adornos; sus cuerpos podían pasar por humanos, de no
ser por sus alas luminosas. La única diferencia que había entre ellas era la
piedra que colgaba de sus cuellos con una fina cadena: una era amarilla, otra
marrón, la tercera blanca, y la que se acercaba a nosotros la tenía verde. Mi
padre habló muy bajito.
—Son las damas de blanco, que representan a la estación en la que
estemos, con lo cual hablará la dama de la primavera. No les pregunten nada,
ellas son las que hacen las preguntas y, sobre todo, su tratamiento es el de
Gran Dama. A pesar de su juventud, solo los dioses saben su edad.
—Bienvenido, lord Fáront; llegáis tarde. El resto de los ancianos ya han
llegado.
—Gracias, Gran Dama; es un placer volver a veros.
—Veo que habéis traído compañía. ¿No pretenderéis que os deje pasar con
ellas?, ¿de quiénes se trata?
—Disculpadme, Gran Dama. Os presento a lady Sendra, hija de lord Ziont y Shamala. —La
Gran Dama revoloteó en torno a Sendra.
—Os saludo, lady Sendra; es un
honor conocer a la hija de tan glorioso guerrero. Sin duda, os parecéis más a
vuestra madre.
—Gracias, Gran Dama; el honor es mío al conoceros. —Asintió
con la cabeza y se puso frente a mi padre.
—Y bien, ¿quién es la otra acompañante?
—Oh, es mi hija, lady Masghit.
—Os saludo también a vos.
—Gracias, Gran Dama; es un placer conoceros.
—Sin embargo…—dijo desviando la vista de mí y poniéndola en mi
padre—…Solo os puedo dejar pasar a vos. Como sabéis, la gran sala está oculta
para todo ser; solo los ancianos pueden llegar hasta ahí.
—Lo sé, Gran Dama, pero lady
Sendra y lady Masghit son las
guardianas de su Alteza, la Princesa de Zhakos, Nora de Philions, señora y
soberana de la luz. La han traído de vuelta a nuestra dimensión; traen con
ellas información que no se puede revelar fuera de la gran sala. Os ruego nos
dejen pasar.
La Gran
Dama se reunió con las otras tres; la que había estado con nosotras se acercó.
—Bien, si sois tan amables de acompañarme.
—Mil gracias, Gran Dama.
Llegó
hasta la cascada. Extendió la mano abriéndola, como si se tratara de una
cortina. Tras el agua había una puerta; pasaba justo el caballo con un jinete.
Sendra casi rozaba la cabeza con el techo. El oscuro y corto pasillo dio a una
especie de cuadra; allí estaban las monturas del resto de los ancianos. Bajamos
de los caballos y comenzamos a caminar por un pasillo más estrecho y bajo que
el de antes; lo iluminaban unas antorchas colgadas de las paredes. Sin duda,
para el cuerpo de un humano o similar, supuse que esto haría al centauro tomar
la forma humana.
—¿Qué les parece, chicas? ¿A que las Grandes Damas son muy amables?
—Sí, papá; son todo un derroche de simpatía. —Mi
padre sonrió.
—¿Sabes? Cuenta una leyenda que un enano se
emborrachó y dando tumbos, llegó hasta aquí. Digamos que cuando vio a las damas
blancas, se alegró más de la cuenta, se quitó las ropas y se tiró al lago,
invitándolas a bañarse con él.
—Y, ¿en qué termina la leyenda? En que después de bañarse con él, ¿se
les agrió el humor?
—No, hija. Las damas blancas lo convirtieron en piedra.
—Bueno, dicen que los enanos son duros de entendederas —dijo Sendra.
—Y algunos más que otros —dijo entrando en una gran
sala. Era como una bolsa en medio de la roca. En las paredes había huecos
tallados en forma de estanterías cubiertas de libros; estaba rodeada por
antorchas iluminando toda la estancia. En el centro, una gran mesa ovalada con
ocho asientos. Los ancianos estaban de pie consultando algo en uno de los
libros. Cuando nos vieron, lo colocaron en su lugar y se acercaron a nosotros.
—Buenas noches, señores; siento mucho el retraso.
—No os disculpéis —dijo Bálcatar, el mago. Era
el que se veía más anciano de todos.
—Dadas las circunstancias, somos nosotros los que les debemos una
disculpa. Shamala nos ha informado. Vamos, tomemos asiento.
Sendra
y yo nos quedamos en pie esperando a que se sentaran. Primero lo hizo Shamala,
la siguió Bálcatar, después lo hizo Chiron que, como imaginaba, estaba en forma
humana y a continuación lo llevó a cabo mi padre. Supuse que lo harían en orden
de edad, respetando, en primer lugar, a Shamala por ser mujer. Sendra se sentó
junto a su madre y yo lo hice junto a mi padre. Bálcatar se dirigió a mí y a mi
padre.
—En primer lugar, quiero deciros, en nombre de todos, cuánto sentimos la
pérdida de Roshling. Sin duda, vuestra familia estará sumida en el dolor. ¿Cómo
se encuentra vuestra esposa?
—Como es de esperar, está abatida. Es doloroso perder a un miembro de la
familia, pero en esta circunstancia es peor.
—Lo imagino; y bien, señoritas, ¿os importaría relatarnos lo sucedido?
Me
aclaré la garganta.
—Bueno, como sabéis, hoy era el cumpleaños de la Princesa. Roshling le había
informado a esta que nos reuniríamos por la tarde para celebrarlo. Era su
intención contarle a la Princesa su naturaleza, y hablarle de nuestro mundo.
Algo ocurrió ayer; nos informó de que adelantaba la reunión, quería que nos
viéramos por la mañana. —Se me atragantaron las
palabras. Sendra me miró y continuó diciendo:
—Creemos que Roshling vio con su poder lo que podía ocurrir e intentó
evitarlo. Cuando la esperábamos en el lugar señalado, apareció a gran velocidad
un vehículo con un extraño metal en su morro. —Mi
padre dio un golpe con el puño en la mesa.
—Malditas máquinas. Os lo dije, esas cosas son temibles.
—Sí, lord Fáront. Lo eran en la época en que vos fuisteis, pero la
velocidad que toman ahora solo se puede comparar con un dragón enfurecido. Sin
embargo, no fue el golpe lo que la mató, fue ese metal. ¿Lo podéis mostrar?
Mi padre lo sacó con cuidado y lo desenvolvió. Los ancianos lo fueron
pasando y observándolo. Sendra continuó.
—Antes de morir, Roshling nos ordenó volver, no pudo decirnos más, murió
en pocos minutos. Masghit la elevó al reino de los cielos, cogimos el arma, ya
que pudimos sentir su poder y emprendimos la huida. Tres de ellos lograron
darnos alcance; con esa misma arma los liquidamos. Masghit percibió la
presencia de cinco más; así pues, huimos.
Vi cómo
mi padre apretaba los puños con fuerza sobre la mesa.
—Lo siento padre, os he fallado.
—¿Que lo sentís, Masghit? No doy crédito a lo que oigo.
Fue
Chiron el que habló.
—Querida Masghit, me parece que no entendéis lo que ha pasado. Vosotras
dos habéis hecho más de lo que se os había pedido, vosotras dos habéis matado a
tres guerreros con una sola arma, habéis rescatado a la Princesa, manteniendo
el equilibrio de los mundos, ¿y os disculpáis? No creo que un guerrero
experimentado lo hubiera hecho mejor.
—Gracias, lord Chiron; vuestras palabras me reconfortan.
—No, querida; no me deis las gracias. Solo me he limitado a narrar los
hechos. Somos nosotros los que tenemos que daros las gracias a vosotras.
—Es cierto, habéis tenido gran valor. Sin duda, esta arma es más
poderosa de lo que esperaba ver, ni yo mismo sé lo que es —dijo
Bálcatar.
—¿Qué proponéis que hagamos con ella? —le
preguntó Shamala.
—Propongo que sea enviada a los elfos grises, quizás ellos puedan
averiguar algo en sus libros. Un explorador experto puede hacer el camino en
seis lunas. —Todos asintieron. Bálcatar nos miró.
—Parecéis cansadas, ¿queréis añadir algo más?
—Quería pediros un favor. La Princesa no tiene conocimiento aún de
nuestro mundo, no sabe quién es y lo que se espera de ella. Está asustada, no
entiende qué es lo que ha visto. Para ella, somos seres imaginarios de cuentos
para niños. Os quería pedir, ya que vais a ser vosotros los que tengan que
narrar su historia, dejar que Sendra y yo le mostremos nuestro mundo poco a
poco.
—Querida Masghit, no disponemos de mucho tiempo, la gran batalla se
acerca.
—No os preocupéis, la Princesa es fuerte, y muy inteligente. Aprende
rápido; os pido solo hasta que llegue el explorador.
Todos
se miraron antes de que Bálcatar contestara.
—Es justo que así sea. —Miró a Sendra y dijo—: Y vos, ¿tenéis alguna petición?
—Sí, señor. Soy una de las afectadas; por eso, me voy a tomar la
libertad de pediros que todos los que nuestra naturaleza nos lo permita
conserve la forma humana ante ella.
—Sí, ya nos comentó vuestra madre que tuvo que dormirla, cuando os vio
las alas. ¿Qué decís, Chiron?
—No tenemos problema; informaré a mi clan.
—Fáront, llevad a estas jovencitas a descansar; se lo han ganado.
Nosotros nos encargamos de disponerlo todo para que salga el explorador al
alba. —Mi
padre se levantó; nosotras hicimos lo mismo.
—Señores, Shamala, pasad buena noche. —Sendra
se acercó a su madre. Esta la besó en la frente.
—Descansa, hija; te veré mañana.
—Gracias, madre; que paséis buena noche.
—Id en paz.
Los
tres asentimos antes de salir. Recorrimos el camino de vuelta en silencio hasta
el pequeño establo, cogimos las riendas y llegamos a la cascada. Sendra y yo
montamos; mi padre se quedó en el suelo, mientras se ajustaba la capa.
—Vamos, papá, no me dirás que ahora nos toca ducharnos. —Él sonrió y dio dos
pasos hasta la pared. Había un enano de piedra, lo cogió de la cabeza y la giró
a la derecha.
—Ajustaros las capas, y no nos toca ducha. —Se
subió en su caballo esperando. A los pocos segundos, el agua dejo de correr.
—¡Deprisa!, esto no dura mucho —dijo atizando al
caballo, que corrió; nosotras lo imitamos. Tan pronto como salimos, el agua
comenzó a correr. No había rastro de las damas; nos internamos en el bosque.
—¡Sí que se toman las damas en serio una ofensa!
—Como comprenderás, hija mía, será verdad o no, pero no estoy dispuesto
a averiguarlo, ¿una carrera?
—Sí, necesito liberar tensiones —dijo Sendra saliendo al
galope.
—¿Por qué esta chica cuando está tensa, sale corriendo?
—Lo sabrás, cuando lo pruebes —me dijo. Atizó el
caballo; este corrió detrás de ella.
—¡Genial!, pues ¡vamos a correr todos!
Cabalgamos por el bosque a gran velocidad, sorteando árboles, cruzando
arroyos, saltando troncos caídos. Cuando llegamos a los muros del pueblo,
frenamos la marcha. Mi padre puso su caballo junto al mío y me dijo:
—¿Qué te ha parecido?, ¿Se liberan tensiones?
—Pues sí; tenemos que repetirlo. Es como subir a la montaña rusa.
—¡Montaña rusa!, ¿qué es eso?
—Papito, te tengo que poner al día. Hace mucho que no cruzas al otro lado.
Le fui
describiendo un parque de atracciones en lo que llegábamos al castillo. La cara
de mi padre era como la de un niño, ansioso por probar lo que le estaba
contando. Entramos en el establo, nos bajamos de los caballos. Él tomó las
riendas del suyo, y dijo:
—Yo me encargo de los caballos, ustedes descansen. Hoy han tenido un día
muy duro.
—Tan duro como largo —le dije besándole la mejilla.
—Gracias, papá, buenas noches.
—Buenas noches, Fáront.
—Buenas noches, hijas.
Caminamos hasta las
escaleras de la entrada principal, atravesando los jardines; un guardia nos
abrió la puerta. Como era costumbre, el guardia inclinó la cabeza, hicimos lo
mismo y subimos por la gran escalera de piedra. Los pasillos estaban en silencio,
me paré junto a la puerta del dormitorio de mi madre y la abrí con mucho
cuidado. La habitación solo la iluminaba la claridad de la noche. Ella dormía
en posición fetal, la cubrí con una colcha y cerré la ventana. Todo se quedó a
oscuras. Mi padre no tendría problemas para ubicarse. Salí y cerré la puerta;
Sendra me esperaba.
—¿Cómo está?
—Dormida. Vamos, Arist estará con Nora.
Entramos en el dormitorio: las ventanas estaban cerradas, la habitación
estaba iluminada solo por una vela; al otro extremo, había dos camastros
perfectamente preparados. Arist estaba sentada junto a Nora con un libro en las
manos. Levantó la vista del libro; se veía claramente en sus ojos que había
estado llorando.
—¿Estáis bien, Arist?
—Sí, hermana, no os preocupéis. Solo me he permitido un poco de
desahogo; no pasa nada. Y a vosotras, ¿cómo os ha ido?
—Bien, lo hemos expuesto todo. Los ancianos se encargarán. ¿Cómo está
Nora? ¿Se ha despertado?
—No, ni cuando le di el elixir de caña, se despertó. Supuse que no había
comido nada en todo el día. No es alimento suficiente, pero mejor que nada es.
Desde luego, el conjuro de Shamala es muy fuerte.
—¿Conseguiste que tomara dormida elixir de caña?
—Bueno, le he estado poniendo pequeñas cucharadas en la boca, de vez en
cuando.
—Bien pensado, Arist. Venga, ve a descansar —dijo
Sendra.
—La verdad es que he pensado que ustedes podríais dormir en una cama
decente. He mandado a preparar el dormitorio de invitados para vos, Sendra.
—No, Arist. Solo me ha apartado de ella el deber de hablar con los
ancianos. No me moveré de aquí hasta que la vea bien con mis propios ojos.
—Lo supuse. Por eso, están aquí los camastros, y a vos ni os pregunto.
Buenas noches —dijo mientras salía. Nos ayudamos mutuamente a
desatarnos los vestidos y nos pusimos los camisones en silencio evitando hacer
ningún ruido. Me quedé mirando a Nora; parecía que el sueño era más calmado.
—Sendra, ¿cómo se encuentra ahora?
—Está tranquila. Vamos, Magui; mañana nos espera un día más duro aún. —Apagué la vela. Suspiré, mientras me metía en el camastro.
—Sí, y un montón de preguntas. Buenas noches, Sendra.
—Descansa, Magui.
Me despertó los primeros rayos de luz del día, que se filtraban entre los
tablones de las ventanas, formando figuras a su antojo. Me levanté, abrí
despacio las ventanas; el ambiente estaba cargado. Cuando me giré, Nora estaba
con los ojos abiertos, no se movía. La mirada la tenía perdida en un cuadro que
colgaba de la pared; en él había unas ninfas bailando junto a un arroyo.
—Hola, cariño, buenos días. ¿Cómo te encuentras? —Me
senté a su lado en la cama, no se movió, no dijo nada. Le pasé la mano por el
pelo, se estremeció.
—¡Nora, cielo!, mírame. Me estás asustando.
Oí cómo Sendra se levantaba; se puso junto a mí, arrodillada en el
suelo. Ella se sentó bruscamente apoyando la espalda en el cabecero, abrazó sus
rodillas y comenzó a tararear una nana, con la vista puesta en Sendra.
—No, cielo, no pasa nada. Nora, por favor, eso no.
—¿Qué pasa, Magui?
—Esa nana nos la cantaba Ros cuando éramos pequeñas y estábamos
asustadas. Supongo que con ella también lo hacía para calmar los típicos
terrores nocturnos cuando era pequeña.
—Pero ¿por qué no se ha apartado de ti?
—Y yo qué sé. Realmente no me miraba, tenía la vista fija en ese cuadro.
¿Puedes percibir sus emociones?
—Tiene miedo desde luego, pero es más fuerte la angustia; no puedes
verlo en sus ojos.
—Lo único que veo es la mirada perdida. Su visión está desconectada de
sus emociones. Vamos, como si estuviera mirando a una lechuga.
—Desde luego, te has levantado muy gráfica hoy.
Dejamos
de discutir cuando llamaron a la puerta. Arist abrió despacio, llevaba una
bandeja en las manos. Cuando la vio despierta, dudó en entrar.
—Pasad, Arist.
Ella
dejó la bandeja en la mesita y se acercó despacio. Nora estaba en silencio
observándola. Cuando se acercó a la cama, miró a la pared y continuó
tarareando. Arist dio un sobresalto. Era evidente que oía lo mismo; ella había
llegado a la misma conclusión que yo.
—Iba a preguntaros cómo estaba, pero es evidente.
—Arist, ¿podéis ver algo en su mirada?
—¿Qué le pasa a vuestro don, hermanita?, ¿no se ha levantado aún?
—Por favor, mira sus ojos.
Solo quiero comprobar si vos veis lo mismo que yo.
Arist
se acercó, fijó sus ojos en los de Nora y parpadeó varias veces. La volvió a
mirar; su cara se descompuso. Me miró.
—Magui, no hay nada, está perdida.
—Es lo que pensaba —le contesté tapándome la cara
con las manos. Sendra se levantó y comenzó a ir de un lado a otro del
dormitorio como una bestia enjaulada.
—¿Cómo que ida?, ¿qué quieren decir?, ¿que se ha vuelto majara?
Cuando
escuchó sus propias palabras, se quedó quieta, asimilando lo que había dicho.
Se dejó caer en el suelo.
—¡Oh, Magui!, ¡¿qué hemos hecho?! Tanto tiempo protegiéndola y resulta
que vamos nosotras y la volvemos loca.
Arist
se levantó decidida, fue hasta la puerta. Nora estaba tarareando más fuerte,
como si estuviera intentando sofocar la voz de Sendra.
—Calmaos las dos, la estáis asustando más aún. Voy a hablar con madre;
quizás ella pueda ayudarnos.
—No, Arist; hablad con padre primero. Decidle lo que pasa; no sabemos
cómo está madre. Él sabrá qué hacer. —Arist asintió abriendo
la puerta.
—Sendra, tranquilicémonos. Arist, tiene razón. Mi madre sabrá qué hacer;
solo espero que ella esté en condiciones. Vamos a cambiarnos. Mi padre vendrá
pronto.
Busqué entre las ropas que habían
dejado en el armario. Le tiré unos pantalones y una túnica corta a Sendra. Por
el tamaño que tenían las prendas, las tenía que haber enviado Shamala. Yo opté
por una túnica amplia, ajustada por un cinturón. Me estaba poniendo las sandalias,
cuando llamaron a la puerta. Desde el otro lado, oí la voz de mi padre.
—¿Puedo pasar, hija?
—Un momento, padre. —Sendra se terminó de atar su
cinturón; le di las botas.
—¿Estás lista? —Asintió mientras se sujetaba el pelo a la nuca
con un cordón de cuero.
—Pasad, padre.
Este
abrió la puerta. Era evidente que Arist lo había despertado; se había puesto
una túnica con unos pantalones muy holgados. Su largo pelo rubio lo tenía
suelto dando destellos dorados con la claridad que entraba ya a raudales por la
ventana. Su semblante era de preocupación. Me senté junto a Nora, que seguía
mirando la pared de piedra que tenía frente a ella. Era como si quisiera
encontrar alguna grieta por la que meterse. Mi padre se acercó despacio.
—¿Qué ocurre, hija?
—No lo sé, padre. Abrí la ventana y la encontré despierta, tenía la
mirada perdida. Ni yo ni Arist podemos ver nada en ella. —Se
sentó despacio a su lado, hizo un gesto de tocarla, sostuvo la mano en el aire
dejándola caer en su regazo.
—Nora, ¿puedes oírme?
Como
respuesta comenzó a tararear esta vez mirando a mi padre. Él la miró a los ojos
y cerró el puño con fuerza.
—¿Qué le pasa, papá?, ¿por qué reacciona así?
—Esperemos que llegue tu madre. Arist la está ayudando a vestirse. Solo
he visto reaccionar así a un muchacho después de una batalla; el pobre estuvo
sin hablar todo un invierno.
—¿Qué le ocurrió?, ¿cómo salió del trance?
—Fue diferente, hija. Ese chico no tenía más de doce años. Su padre lo
llevó a la lucha con la intención de hacerlo un guerrero. Ninguno de los
mayores lo supimos hasta que lo encontramos detrás de unas rocas con el cadáver
de este en brazos en un estado similar al de Nora. Lo trajimos a la aldea; eso
fue terminando el otoño. Una noche, entrando la primavera, un forastero paró a
pasar la noche. Le pidió a la madre de este, permiso para dormir en el granero,
a cambio de limpiarle los establos. La mujer, que estaba sola con un hijo
impedido, aceptó la oferta. Cuando cayó la noche, el forastero se coló en la
cabaña, e intentó forzar a la pobre mujer. El chico se levantó de la cama y lo
mató con la espada de su padre.
—¿Quién era?, ¿lo conocemos?
—Trekan, el herrero.
Lo
recordaba, era un hombre muy reservado. Cuando una mujer le hacía algún
encargo, nunca la miraba a la cara; simplemente se limitaba a contestar con
mucha educación mientras trabajaba. Siempre pensé que era timidez. Escuché las
voces de mi madre y mi hermana, que entraban. Sendra se acercó a mi madre y se
quedó a un paso de ella. Mi madre le sonrió, en tanto levantaba una mano
pidiéndole en silencio que no dijera nada. Sendra sencillamente la abrazó.
—Bienvenida a casa, hija. —Sendra la cogió de la mano y
la llevó a la cama despacio, como si temiera romperla.
—Gracias, la verdad es que estaba impaciente por volver. —Me levanté y la besé.
—¿Cómo está, madre?
—Bien, hija; no os preocupéis por mí.
Se
sentó en la cama donde yo había estado minutos antes. Nora giró la cabeza
mirando el colgante de la tía Ros que llevaba puesto. La miró a la cara; los
ojos se le llenaron de lágrimas, y abrazó con fuerza a mi madre. El corazón se
me encogió en el pecho; en la garganta se me quedó ahogado un suspiro. Sin
duda, el parecido físico de mi madre con mi tía le había provocado esa
reacción. Comenzó a llorar con desconsuelo. Mi madre le pasó una mano por el
pelo, mientras la abrazaba con la otra.
—Tranquila,
pequeña; todo está bien, tranquila.
Se
apartó de mi madre cuando escuchó su voz. Sin duda, notó la diferencia en el
tono. Tenía la cara bañada en lágrimas, levantó la mano y acarició la mejilla
de mi madre. Fue bajando su mano hasta el colgante y lo rozó con la punta de
los dedos.
Se tumbó en la cama
despacio, sin apartar la vista de la cara de mi madre. Comenzó a llorar esta
vez en silencio. Solo se veía correr las lágrimas por su rostro. Se acurrucó en
posición fetal y cerró los ojos. Mis padres se levantaron despacio; ella la
cubrió con la colcha. Mi padre nos hizo una señal con la cabeza y salió al
balcón. Todas los seguimos.
—¿Qué pensáis, querida? ¿Habéis visto algo en su mirada?
—No, ni tan siquiera cuando creyó que yo era Ros. Y vos, Sendra, ¿habéis
percibido algo?
—Efectivamente, tuve esperanza cuando os vio. Sus emociones cambiaron,
pero cuando vos hablasteis, volvió el miedo y la angustia.
—Fáront, querido, ¿vos habéis visto antes algo parecido?
Él solo
le respondió:
—Trekan.
—Oh, sí, lo recuerdo. Creo que esto, sin duda, no es algo que pueda sanar
con mis hierbas. Fáront, querido, id a buscar a Bálcatar; quizás pueda
ayudarnos. —Él asintió, besó a mi madre en la frente y salió
del dormitorio rápidamente.
—Sendra, ¿vos podéis hacer venir a vuestra madre? Quiero estar segura de
que esto no ha ocurrido antes con vuestra hipnosis. —Sendra
asintió y cogió el pequeño cuerno que le colgaba del cinturón. Mi madre le
sujetó la mano.
—No, Sendra; si la llamáis con el cuerno, pensará que estáis en peligro.
Lo último que nos hace falta en este momento es una manada de cisnes armados
hasta los dientes volando alrededor del castillo. Y Sendra, usad la puerta, si
sois tan amable. —Sendra le sonrió, antes de seguir los pasos de mi
padre.
—Magui, intenta que tome algo. Arist y yo iremos a disponerlo todo,
antes de la llegada de nuestros invitados. Te avisaremos cuando lleguen.
Entramos en el dormitorio. Mi madre miró a Arist, luego a mí.
—¿Habéis dormido las tres aquí?
—Madre, Magui me pidió que lo preparara para estar cerca de la Princesa.
Temían que despertara en medio de la noche.
Mi
madre suspiró. Con la vista puesta en mí, dijo:
—Arist, pedid que retiren estos camastros de aquí antes de que lleguen
los invitados. Y, mandad a preparar el dormitorio que usabais cuando erais
pequeñas. No es el adecuado para una princesa, pero podrán dormir las tres en
camas decentes.
—Enseguida, madre.
Arist
salió rápidamente. Mi madre me pasó la mano por la cintura.
—¿La queréis mucho, hija?
—Vos también lo haréis, cuando vuelva en sí. Madre, ella es un ser
especial, es dulce, fuerte, da todo lo que tiene por los que le muestran un
poco de afecto. Siempre está intentando mantener la paz en su entorno, da la
mano a quien lo necesite, aun sin conocerlo. No soporta que hieran a los que le
importa, siempre escucha cuando alguien necesita ser oído. La verdad, no cuesta
mucho quererla.
Se
quedó pensativa mirando el brazalete que tenía aún en la muñeca.
—He visto que las tres lo tenéis, ¿qué significa?
—Nos los regaló el día anterior a nuestro regreso.
—Y estos grabados, ¿cuál es su significado?
—Son inscripciones celtas, una antigua civilización del mundo de los
humanos. Significa ‘para siempre’.
—Ros me dijo que era la digna hija de nuestra Reina. Tranquila, cielo;
todo saldrá bien, ya lo veréis. Intentad que tome algo; voy a ayudar a Arist.
Texto con derechos de Autor. GC-576-13
ISBN: 978-84-616-7818-8
ISBN: 978-84-616-7527-2
obra completa en:
www.elcorteingles.es
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